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22 Sep

Un viaje de museo

Una de las ventajas de viajar solo es poder dedicar tiempo a aquello que realmente apetece en cada momento, sin prisas de por medio y necesidad alguna de justificaciones y sin mayor pretensión que disfrutar de cada instante en paz con uno mismo. Pues bien, en esas me encontraba yo durante mi breve estancia en Ponferrada, hace ya un par de meses -cómo pasa el tiempo-, cuando me disponía a vivir una gran aventura cuyas reflexiones traté de plasmar en este otro artículo.

Se trata ésta, sin duda, de una zona con encanto. Entre iglesias románicas, castillos medievales, campos de un verde intenso y monocromático, menús repletos de buena gastronomía y generosas copas de vino tinto me recibió El Bierzo leonés. A lo largo de mi periplo, en una de aquellas visitas culturales que ocupaban mis primeros días, me hallé en mitad de una sala situada en la planta superior del edificio rehabilitado que alberga el Museo del Bierzo, en pleno centro histórico de la ciudad. Allí, frente a una enorme maqueta que representaba un conflicto bélico, y bañada por la intensa luz que accedía de forma directa a través del atrio principal, topé con una frase de Julio Caro Baroja, sobrino de su archiconocido tío Pío Baroja, que se me quedó grabada en la memoria desde ese mismo instante:

“El sabio que viaja con un objeto, o el joven que lo hace por completar su educación, son los que expresan mejor las razones intelectuales que hay para viajar”.

Viajar es una manera de derribar barreras y ampliar miras. Es también un método para enfrentar situaciones incómodas y crecer ante la adversidad, conocer otras realidades y adquirir un crecimiento personal. Pero sobre todo es una herramienta plenamente eficaz para poder sentir pequeñas dosis de enorme libertad; una libertad que viene dada por ese tipo de viaje tan icónico que se inicia en un momento concreto, transcurre sin una idea preestablecida y cuyo final se desconoce hasta que éste mismo tiene lugar, en un momento indefinido de un futuro que aún está por acontecer.

Encerrado entre las cuatro paredes de mi vida anterior, un día desperté sintiendo que necesitaba dar una bocanada de aire mayor de lo normal. Eran éstas unas paredes imaginarias, barreras mentales que me producían angustia y me impedían continuar con la que era mi vida y mi día a día. Por otra parte, tiempo atrás ya había experimentado deseos de cambio, de viajar sin rumbo y perderme durante un tiempo, quizás como método para reencontrar la esencia de mi vida -el sentido, que diría Viktor Frankl, al que cito una vez más- además de a mí mismo. Perderse para encontrarse, la eterna paradoja. En definitiva, el momento estaba llegando y había que aprender a leer las señales, interpretarlas correctamente y tomar las riendas de la nueva situación. Tocaba ser valiente, pero esta vez de verdad. Con todas las de la ley.

A lo largo del último año he conseguido detectar y enumerar las sensaciones y elementos del mundo que me rodea que no tolero: las prisas, la ansiedad, el estrés, la angustia, la sensación de hacer cosas que no me gustan y de no hacer otras que podrían gustarme más, el consumismo exagerado, la individualidad, la competitividad desmedida, no pasar tiempo de calidad con la familia y amigos, las conversaciones banales, el “no tengo tiempo” o el “tengo que”, en lugar del “quiero”. Asimismo, me he dado cuenta poco a poco de que puedo ser más dueño de mi vida de lo que hasta entonces creía. Para ello he soltado lastre cambiando algunos de mis hábitos, he dejado atrás amistades y abierto la puerta a otras, me he hecho preguntas incómodas constantemente para analizar mis reacciones y respuestas, he enfrentado miedos y he sacado conclusiones vitales. ¿La respuesta? Viajar solo, pero no un viaje cualquiera, sino uno hacia el interior y, a su vez, bien lejos.

Como he repetido en mi mente en infinidad de ocasiones desde que pude leerlo en aquella sala del Museo del Bierzo, viajar es una oportunidad para que el joven complete su formación. Para ello, había de encontrar el momento ideal y éste lo era, o al menos eso me parece, igual que años atrás creí que lo era la decisión de irme a vivir a Barcelona, con la idea de terminar mis estudios y ganarme la vida, o pasar un año en Polonia en lugar de haber ido a otros países como Alemania o Inglaterra; mi primer viaje en solitario a Covarrubias o aquella inolvidable semana en Santander donde conocí grandes amigos y que también me sirvió para deshacerme de muchos miedos. 

Viajar es, en definitiva, una metáfora de la vida. Se hace camino mientras se anda, y en ese caminar cada paso que damos determina nuestro futuro. Si algo me enseñaron los 268 km que recorrí este mismo verano es que no queda pues sino avanzar e ir descubriendo nuestro propio destino al ritmo de nuestro caminar.

No sé, en realidad, si viajo como el joven que se forma o como el viejo que tiene un objeto para ello, pero sin duda siento dentro de mí la necesidad de marchar y de traer de vuelta, quién sabe cuándo, experiencias y un enorme crecimiento personal. Hacer terapia de choque, conocer otras realidades y un mundo completamente diferente del que me ha rodeado desde que nací. Disfrutar de gente, paisajes y culturas nuevas y poder hacer de esta experiencia algo irrepetible.

Viajar, en definitiva, abre puertas. Y si algo nos han enseñado estos últimos años es que debemos aprovechar nuestro momento. Empieza el mío, ¿me acompañas?

RGG

Arquitecto, emprendedor, inquieto, lector e intento de escritor.

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