
Este artículo trata sobre una película del año 1998, adaptación de la novela teatral original de Benito Pérez Galdós de 1897; pudiendo contener spoliers de ambas. La lectura del mismo corre bajo su exclusiva responsabilidad, ¡pero tiempo ha tenido de visitarlas, pardiez!
Las grandes historias que nos marcan la vida suelen llegar a nosotros como la suave brisa de la tarde. Siempre estuvieron ahí, sutiles, aguardando el momento propicio para cruzarse con nosotros y acompañarnos en nuestra forma de ver el mundo de ahora en adelante. Porque pueden, porque abordan los grandes temas que han preocupado al ser humano desde que el mundo es mundo.
En mi tránsito vital, el cual empieza a tener una cierta perspectiva de las cosas, «El Abuelo» es una de ellas. Cierto domingo lluvioso, como lo es la película (no en vano transcurre en Asturias) apareció en mi televisor justo en una de las escenas clave. Y hasta hoy.
«El abuelo» adapta una novela de Pérez Galdós de 1897. Si pudiéramos definirla con una sola palabra, ese término sería «crepuscular». Por situarnos, trata sobre el regreso, ya anciano, de don Rodrigo de Arista Potestad, Conde de Albrit, a su tierra, que dejó años atrás para hacer fortuna en América. Lo que encuentra es un mundo que ya no es el suyo, una tierra que no le recibe, una sociedad que dice haber cambiado y dejado atrás lo que significa el honor. Su único hijo ha muerto y el Conde conoce que, de sus dos nietas, sólo una es legítima pero no sabe cuál. Este es el motor de la película.
Los detalles técnicos y puramente cinéfilos los dejamos para otra ocasión. Hoy sólo quiero destacar la maravillosa banda sonora de Manuel Balboa (que les animo a escuchar) y la interpretación de Fernán Gómez y Rafael Alonso. Si quisiéramos destacar algo de la carrera de José Luis Garci probablemente iríamos flechados a señalar «El Crack» o, por supuesto «Volver a empezar», como no. Pero si mi torpísima opinión tuviera algún valor (spoiler: no lo tiene), yo citaría esta de la que estamos hablando. No en vano estuvo nominada al Óscar a Mejor Película de Habla no Inglesa, sin que pudiera hacer nada en absoluto frente a la todopoderosa, y aún recordada, «La vida es bella».
Decíamos al principio que las grandes historias, sea cual sea su formato, afrontan de cara los grandes temas de la humanidad. ¿Honor? ¿Amor? ¿Son antagónicos? ¿Complementarios? «El abuelo«, como buena narración, no pretende responder a esta pregunta sino abrir cuantos interrogantes existenciales pueda. Porque nada en el mundo es blanco o negro, la vida se compone de una infinita gama de tonos grises. Y así, mientras que al principio de la cinta el personaje de Cayetana Guillén Cuervo (soberbia) brinda diciendo «Por los amores eternos. Por lo poquito que duran.«; hacia el final de la película don Pío Coronado (Rafael Alonso) cierra el círculo exponiendo que «Si de eso que llamamos el honor pudiera hacerse algo material sería muy bueno para abonar la tierra. Eso es el honor, don Rodrigo. Una buena mierda». Porque el honor, en el fondo, tal vez no sea más que una forma de amor propio. Lo era en el siglo XIX y lo es en el XXI.
«El abuelo» aborda estos temas, como no podía ser de otra manera, desde el punto de vista de alguien que se encuentra al final de su vida. Empero, la novedad estriba en la presencia del personaje interpretado por Rafael Alonso, don Pío Coronado. Ambos personajes conforman las dos caras de una misma moneda: la del anciano que ya no cuenta, que estorba, al que nadie le agradece nada de lo que ha luchado, al que nadie escucha. Como decíamos unas líneas más arriba, esto sucedía entonces y sucede ahora. La Historia no es más que una obra de teatro que se repite continuamente del que sólo cambian los actores y el forillo.
Y mientras don Rodrigo lucha con una fuerza descomunal, espoleado por la pérdida del honor que considera perdido, combatiendo y encarando a cada miembro de la sociedad local que tanto le debe y que con tan escaso agradecimiento le devuelven, como si de un león anciano y herido se tratase (incluso se intuye una especie de melena en el cabello y barbas de don Rodrigo); Pío Coronado ha desistido ya de todo en esta vida. En una escena incluso se nos revela que su mujer e hijas le pegan. Este es otro de los conflictos que nos plantea el film: la esperanza (aunque sea por las razones equivocadas) frente al derrotismo o al desánimo….
Presa de ese fatalismo que provoca la desesperanza y la soledad, el contemplar las cosas desde su espaldas, sabedor de que no volverán; hay una escena donde Pío Coronado se coloca frente a un hermoso acantilado, dispuesto a acabar con su vida (qué maravilla de gran angular donde su sombrero cae hacia el mar llevado por el viento y la figura del anciano se ve diminuta, casi imperceptible). Poco después, bajo una cruz de piedra junto al mismo acantilado, surge la conversación con don Rodrigo que da título a este artículo la cual, por su hermosura, transcribo íntegra:
– ¿Te ha faltado valor, eh? – dice don Rodrigo-. Hay que luchar, luchar sin desmayo.
– Eso no es para mí –contesta Pío Coronado, llorando-. Que luche quien pueda. Soy tan bueno, tan bueno que he llegado a despreciarme por ello… Señor Conde, ¡qué malo es ser bueno!
A su manera ambos han sido buenos. Y ambos recibieron mal por bien. A mi modo de ver, el abuelo a que hace referencia el título puede aplicarse tanto a un personaje como al otro. El final de la película, que no deseo desvelarles porque les recomiendo con fervor su visionado, me reafirma en esto que digo. Y es que, supongo, la vejez les proporciona un prisma sobre la vida que les permite relativizar las cosas, situándose por encima de ellas.
Tan es así que la cinta concluye con ambos en absoluto pie de igualdad, limadas ya las carencias de cada uno precisamente por el otro.
Siempre hay tiempo para la esperanza. Aunque sea de la manera más insospechada. Aunque sea al atardecer de la vida.
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