
Resulta inevitable recordar la escena de Robin Williams abandonando el aula mientras sus alumnos se ponen en pie, sobre los pupitres, bajo el lema de “¡Oh, capitán!, ¡mi capitán!”. Un capitán representado en la figura de aquel profesor singular, diferente; capaz de abrir la mente de los jóvenes talentos del futuro, cuyas vidas parecían estar marcadas y predestinadas por la disciplina y la intransigencia. Ya escribí unos meses atrás otro artículo, “Grandes maestros”, en el que hablaba sobre la importancia de los referentes vitales que son capaces de salir de los límites preestablecidos; referentes, no sólo intelectuales si no también personales cuyo impacto en nuestras conciencias y actitud frente a la vida ha sido o podría ser enorme. Mr. Keating, sin duda alguna, representa perfectamente este papel.
En cierto modo, en esta película (El club de los poetas muertos, 1989) se trata la libertad individual desde una perspectiva también basada en la educación que recibimos, pero por encima de la generalidad de los propios conceptos -tales como la libertad o libertad individual-, y sin ánimo de entrar en definiciones profundas sobre ellos, la enseñanza más importante es que en cualquier situación de nuestras vidas tenemos la opción de elegir, al menos, la manera de afrontar los diferentes sucesos y devenires. Viktor Frankl lo definía en su libro “El hombre en busca de sentido” con la brillantez de quien ha sobrevivido a la peor experiencia humana posible, y lo hacía planteando la siguiente cuestión: “¿Qué es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es”. Y esto ocurre hasta en los momentos más críticos -cuando creemos y sentimos que no tenemos opción de elegir-, de acuerdo con esta otra bella y triste afirmación: “Al hombre se le puede arrebatar todo, salvo una cosa: la libertad humana -la libre elección de la acción personal ante las circunstancias- para elegir el propio camino”. Ese capitán de nuestras vidas pueden ser muchas cosas y ninguna a la vez. Puede estar representado por ese profesor inspirador y liberal, con cuyas escenas y su sonrisa triste ha sido capaz una y otra vez de hacernos llorar; de igual manera que puede tratarse del sentido que guíe nuestras vidas, tal y como afirmaba Viktor Frankl en su más que recomendable libro, del que probablemente escribiré próximamente.
De la misma manera que para la mayoría del público lector la referencia visual de la película resulta evidente e incluso emotiva, quien se esconde tras estas líneas visualiza de igual forma otro ejemplo de capitán en clave gaditana: tras la muerte de Juan Carlos Aragón -comparsista, músico y escritor gaditano, alias el Capitán Veneno– en 2019, Tino Tovar -artista de la misma índole- le homenajeó parafraseando el título de este poema de Walt Whitman que da título al artículo que hoy nos atañe, y en el que se refiere al Carnaval como el capitán de sus vidas -quizá artísticas-, sin perder de vista que el significado último de este ser supremo no es otro que la propia libertad. El comienzo de la letra dice así:
“Oh, capitán…
Tú, que quiebras mis cadenas,
Tú, que me haces tiritar;
Tú, mi patria sin bandera,
Tú, mis alas para volar.
Tú, mi desgarro de anhelos,
Tú, la voz de mis desvelos;
Tú, presente tempestad…
Devuélveme la libertad…”
Por desgracia, la sociedad actual se mueve por intereses que para nada concuerdan con las enseñanzas de las referencias nombradas en mis anteriores líneas. Nos encontramos sumidos en un ritmo de vida capitaneado por el estrés, las prisas y una cada vez más creciente impersonalidad e impasividad hacia lo que nos rodea. Nos da todo igual y nos dejamos arrastrar por la corriente, que baja con fuerza y sin mostrar signo alguno de compasión. Un mundo en el que los ansiolíticos son los medicamentos más consumidos cada día, y en el que dependemos de pantallas para absolutamente todo, sea cual sea la actividad o el fin; mientras que las librerías quiebran una tras otra, día tras día. Pocos son ya los afortunados que salen a caminar despacio, a leer bajo el sol, a sonreír al frutero que le atiende o a tomar un café en silencio. Pocos son los que, debido al frenético ritmo que llevamos, se atreven a estar siquiera a solas consigo mismo; o lo que es peor, ni se lo plantean. ¿Quién o quiénes son, por tanto, los capitanes de nuestras vidas? ¿Somos felices en realidad o ni siquiera nos lo hemos llegado a plantear en profundidad?

Retomando los tintes iniciales del texto, y para ir terminándolo, al inicio de la película hay un momento crucial en que Mr. Keating presenta a sus alumnos la siguiente expresión: Carpe diem. Imagino que con ello no se refería a una forma de sobrevivir a la vida, sino más bien a una forma de vivirla. Esta misma reflexión es aplicable a las ideas de Viktor Frankl cuando hacía referencia a que en última instancia, el hombre está en disposición de elegir cómo vivir y afrontar su vida mediante la toma de decisiones, otro de los temas que actualmente rehuimos con absoluto espanto. De hecho, lo que me da miedo es que no nos estemos planteando cosas más allá de lo que vemos como cotidiano, y que estemos naturalizando situaciones que para nada lo son. En el fondo, muchos de nosotros somos conscientes de que hacen falta cambios en nuestra vida, pero no nos detenemos a pensarlos en profundidad ni a tomar acción. Esa es la mayor crisis que nuestra sociedad está sufriendo -y sufrirá con el paso de los años-, liderada por la ausencia de referentes o capitanes más allá que el dinero, las apariencias y el trabajo.
Desde que empecé a pensar en estas líneas tuve la enorme tentación de titular este artículo “¡Oh, capital! ¡Mi capital!”. Porque, para qué negarlo, éste es el verdadero y único capitán de nuestra -cada día más deshumanizada- sociedad.
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