
Se ha ido sin decir nada ni mirar atrás. A su paso, flores de azahar invaden las aceras y perfuman la mañana. El ruido asoma lentamente entre las callejuelas y los primeros rayos de sol piden permiso tras las antiguas siluetas de la ciudad medieval. El invierno se ha marchado, o eso me parece durante este paseo matinal. Y lo ha hecho tal y como llegó hace no tanto, sin avisar.
El cielo se ha teñido de naranja mientras el coche parecía flotar sobre el último vestigio de océano atlántico. Los tonos añiles y violetas han perdido la batalla y se esfuman en el firmamento, amanece que no es poco. La luna menguante se resiste a abandonar su asiento. Quién no actuaría igual frente a tanta belleza.
He paseado por la playa, donde la arena vuela en forma de torbellinos y silba melodías que en mis oídos suenan a infancia, familia y sal. Las gaviotas se despiertan unas a otras con su cante único y el mar deambula entre la orilla y el horizonte. En el cielo resplandecen tonos azulados y a mi espalda brilla el sol. La primavera está de regreso, y como su predecesor, tampoco nos ha avisado.
Hoy huele a azahar, a churros recién hechos, a paseos bajo el sol. Al salitre de mis tardes de infancia, a la inmensidad del mar, a cante flamenco bajo mi ventana, a guitarras rotas que anhelan las manos que un día las hicieron felices. Huele a nostalgia, a alegría, a pequeñas dosis de felicidad. A amaneceres en compañía, a abrazos que nunca ocurrieron. Al recuerdo del tacto de las manos de mis abuelos.
Ayer se cumplió un año de mi regreso a España. Entonces sentí que nada había cambiado, aunque de aquello hace ya mucho.
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