
En pleno apogeo político y beligerante, la generación del 29 nació bajo el mandato del general Primo de Rivera, vivió -aun siendo sólo unos niños- la llegada de la II República, la posterior Guerra Civil, la eterna dictadura del general Franco y la muerte de este, así como la Transición y la época de democracia actual. Esta generación creció con la cartilla de racionamiento, en viviendas pequeñas llenas de hermanos y bajo la incertidumbre de la posguerra. Una generación hecha a sí misma, forjada por las dificultades de la infancia, el hambre y el miedo.
Recuerdo ir a comer a casa de mis abuelos al salir del colegio, cuando era un niño. Mi abuelo siempre me incitaba a comer con pan, mientras que mi abuela se esmeraba porque no me faltase un buen cucharón extra con el que no quedarme con hambre. La generación del 29, a la que ambos pertenecían -pese a haber disfrutado de infancias bien distintas-, daba a sus nietos de comer con la viva imagen presente de la miseria que vieron a su alrededor cuando tenían la edad de éstos. Y es que, sin duda, las mejores lecciones de historia son las que ellos nos han dado con su puro ejemplo y comportamiento en épocas de prosperidad, inimaginables en aquellos tiempos, los suyos; épocas en las que hemos crecido las generaciones posteriores con todo lujo de comodidades y facilidades.
Cuando estaba triste, mi abuela me tumbaba en su regazo. Recuerdo, aún hoy, el fino y rugoso tacto de su vestido azul de flores; su mirada llena de bondad y el amor más puro que se puede sentir por un nieto. – “Ven aquí, Rafaelito” -me decía. Y allí, sobre su vientre, yo encontraba la paz. Mi abuelo, por su parte, inmortalizó años y años de nuestras vidas con su cámara de vídeo -aún recuerdo verle reflejado en el espejo del salón, mientras grababa, con su pelo negro pese a estar ya jubilado y ser abuelo de cuatro nietos, que con el tiempo terminarían por ser cinco-, forjado en carácter y a veces más que testarudo, pero de tierna mirada cuando la dirigía hacia sus nietos.
El día que se fue mi abuela fue, sin duda, uno de los días más tristes de mi vida. Me cogió de sorpresa, siendo todavía un niño que tenía por delante muchas cosas que compartir con ella. Recuerdo que sentí un enorme vacío dentro de mí cuando mi madre me lo hizo saber por teléfono. Un vacío que entonces sólo supe llenar con lágrimas y gritos al cielo de “¿por qué?”; lágrimas como las que en estos momentos derramo, mientras recreo estas escenas, diecisiete años después. Ella -mi abuela- me hizo creer, sin ir más lejos, en la magia de los reyes magos cuando había perdido la fe en ellos y en su existencia, dándome el sabio consejo de que la magia de las cosas no está en las cosas en sí, sino dentro de nosotros y en la manera en que las afrontamos. Una importante reflexión aplicable a tantas y tantas situaciones, ahora que la entiendo desde otra perspectiva más adulta, como seguro ella deseaba. Qué pronto te fuiste, abuela.
Mari y Cecilio. Inicios de los 2000
No hay duda al respecto de que sin ella, la familia dejó de ser lo que era. En cierto modo, aun sin querer, estoy convencido de que se la llevó con ella. Por mi parte, durante mi adolescencia visité a mi abuelo en innumerables ocasiones, pasando a merendar antes de irme a entrenar con el equipo de baloncesto e incluso intentando estudiar para algún examen del instituto. Cierto es que la primera vez que fui a verle, después de varios años sin pasar por allí, se sorprendió e incluso nos costó acostumbrarnos el uno al otro durante el transcurso de la tarde. Sin embargo, las posteriores visitas fueron especiales y podía notar su alegría cuando le decía que el próximo día volvería. Fruto de esas visitas, ni más ni menos, escribí uno de mis primeros artículos, que dediqué a su persona y a nuestra relación de entonces. Admito –ahora que ha prescrito el delito- que falté a algún entrenamiento por no despegarme de aquella silla y seguir viendo alguna cinta antigua en el reproductor de vídeo y, sinceramente, no me arrepiento en absoluto de ello. Qué más da si se trataba de una zarzuela –aquellos tiempos en los que se quemó el Liceo, algo que él nunca se cansaba de repetir como una enorme desgracia-, de un partido de España en los Juegos Olímpicos de Barcelona 92’, gol de un joven Kiko Narváez incluido, o algún vídeo familiar de cuando éramos pequeños. En el fondo, aquellas imágenes resultaban mera compañía mientras disfrutábamos el uno del otro, y con eso bastaba.
Hace unas semanas, mi abuelo cumplió 92 años. Afortunadamente pude hablar con él por teléfono y noté -y disfruté- su enorme felicidad al sentirse querido por su nietos -que le llamaban desde Barcelona y Alemania, como repetía con orgullo-, lo que le hizo pasar un día estupendo. Además, mi madre le llevó una de sus famosas tortillas -que si él supiera la de huevos que llevan…- y, al final del día, se fue a dormir tranquilo y contento. –“¡Colosal!”- repetía, entre sonrisas al teléfono, al referirse a esa tortilla cuando hablaron al día siguiente. –“Qué contento está el abuelo”- me insistía mi madre, aun varios días después.
Como la mayoría de su generación, mis abuelos creían en Dios, algo de lo que yo, pese a algún que otro intento, me declaro totalmente incapaz. Sin embargo, desde que mi abuela se marchó han sido incontables las ocasiones en que he mirado al cielo en busca de su sonrisa y su amparo; y mentiría si dijera que no las he llegado a encontrar en alguna de ellas. Desde entonces, y pese a la enorme pena que me ha acompañado en lo más profundo de mi corazón, me he sentido protegido y acompañado desde el cielo por ella. Hoy sólo espero poder seguir mirando hacia arriba, cuando caiga la noche y me sienta triste o sólo, y veros. Feliz reencuentro, abuelos. Os quiere, vuestro nieto.
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