
Una austera cruz de piedra se erigía sobre el punto más alto del monte. Símbolo del descanso eterno, sin inscripciones ni rastro alguno de actividad humana a su alrededor. Rodeada por una sobrecogedora inmensidad, situada al borde del abismo, tan cerca del cielo como lejana de la tierra. Creí escuchar el ladrido ausente de un perro, quizás velando desde otro mundo por quien fuese algún día su compañero. El sonido lejano de las vacas, agitando inocentemente sus cencerros por los pastos en pendiente. El paso firme de algún caballo salvaje invisible tras la colina. El eco de mis propias pisadas, rítmicas y precisas durante los kilómetros de ascensión. Sonidos que, en su conjunto, daban forma al silencio entre la espesa niebla.
Niebla. Había demasiada, tanta que apenas era posible distinguir el sendero unos metros por delante de mí. Solo aquella cruz, sobria pero imponente, permanecía visible desde todos los ángulos. Había sido erigida frente a la grandeza y el silencio de un valle que, tras la densidad de la neblina, se insinuaba como un paisaje bello y tímido. El color de la piedra oscurecida reflejaba el paso del tiempo, la soledad, el sosiego. – Si no encontró la paz en este lugar, dónde sería posible encontrarla-, me pregunté. También sentí pena, incertidumbre, terror. La infinitud de la muerte sobrevolando el horizonte de nubes, salpicado cada tanto por numerosos y agrestes picos montañosos. No encontré flores alrededor, aunque tampoco las eché en falta. Deposité una pequeña piedra grisácea junto al crucifijo y continué la senda marcada a lo largo de la montaña. Un suave soplo de viento me erizó la piel y supe entonces que nos despedíamos para siempre.
Desapareció entre la bruma conforme avancé unos metros, pero su presencia me acompañó durante el resto de la jornada. Giré mi torso hacia atrás en varias ocasiones, aun consciente de que no volvería a verla. Ninguna inscripción, nada de textos. Ni rastro de quien algún día fuese un joven pastor de alrededores, o quizás un vagabundo nostálgico de su tierra y sus raíces. Atrás quedaba la cruz, tras mis firmes pasos hacia lo desconocido, rodeada por los fieles animales que cada día amenizaban los amaneceres con sus bramidos a más de mil metros de altitud. La imaginé en la cima, abrazada por la infinitud de las montañas, custodiada por un mar de nubes y un océano no tan lejano, tan solo a unos pocos kilómetros en dirección norte. Visitada de tanto en tanto, tal vez, por inocentes peregrinos como yo.
Me sentí un extraño, sin embargo. Un usurpador del recogimiento que aquel ser inmortal probablemente anheló al ser enterrado allí arriba. Cómplices durante los instantes que permanecí en silencio frente al crucifijo, dos compañeros fugaces. Desconocidos que, de haber podido sentarse a charlar, habrían sido capaces de confiarse entre la penumbra aquellos secretos que nadie más sobre la faz de la tierra aún conociera. De compartir sus miedos, ilusiones y vergüenzas. Dos amigos separados por la fina línea que separa la vida terrenal de la vida eterna.
Hacía frío y la humedad comenzaba a condensarse en torno a mi cuerpo. Desde la lejanía, un estruendo procedente de las nubes, cada vez más cercanas e imponentes, me alertó de lo que estaba por venir. Sacudí de mi cabeza aquellos pensamientos trascendentales y regresé bruscamente al presente. Solo entonces fui consciente de que en ningún momento había dejado de caminar. Me abroché el chubasquero, color ciruela con remates de vino tinto, que había pertenecido a mi madre treinta años atrás, apuré las últimas gotas de la cantimplora y comencé el descenso. El cielo permaneció alerta, emitiendo gruñidos amenazantes que nunca llegaron a tornarse en agua. Fue entonces cuando comprendí que aquel desconocido me deseaba, desde el atronador silencio de su tumba, un buen camino.
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