
Nos encontramos ante una etapa de cambios. Al menos eso es lo que percibimos a través de periódicos, televisiones y editoriales. Sin embargo, pese a todos los cambios obligados que van a sucederse, yo me pregunto… ¿Y si nada cambia? Esta reflexión, más social que económica, tiene su punto de partida en el primer mes de confinamiento tras decretarse el estado de alarma en España. Ya por entonces comencé a preguntarme esto, pues por un lado se podía leer y escuchar en casi todos los medios de comunicación que iban a tener lugar grandes cambios en nuestra sociedad a raíz de la pandemia mientras que, por otro lado, comenzaban a llegar también a mis oídos las primeras medidas reales que las empresas estaban tomando tan solo al inicio de la crisis. Han pasado ya varios meses desde que comencé a darle vueltas a esta idea y, para el momento de esta publicación, me he visto en la obligación de reescribir mi reflexión inicial al respecto. Por desgracia, las primeras ideas iban en la dirección correcta –no todo lo que parecía que podía cambiar lo está haciendo realmente- y habiendo dispuesto de suficiente tiempo y datos para madurar una opinión formada, me decido a retomar este texto y convertirlo en mi primer artículo.
Soy arquitecto y, por tanto, el gremio que mejor conozco es el de la construcción, especialmente la rama de la arquitectura. Éste es un sector que, tras la crisis del ladrillo en 2008, quedó absolutamente marginado e incluso hundido. Sin embargo, los niveles de construcción volvían a mostrar indicios de recuperación –años más tarde- y los despachos y diferentes empresas del gremio volvían a prosperar, aunque a menor nivel que antaño. En todo caso, el factor más importante para esta recuperación era la construcción, que había vuelto a niveles suficientemente altos; aunque un constante miedo a una nueva crisis sobrevolaba continuamente sobre un sector que, más o menos próspero, vivía con incertidumbre y miedo de volver a pasar por una situación parecida. A lo largo de mi trayectoria profesional he podido trabajar en dos entornos muy diferentes –empresa pequeña, de menos de diez trabajadores; y empresa grande (al menos en lo que concierne a la arquitectura), rondando el centenar-, y en ambos casos las he visto crecer. Las perspectivas, por tanto, eran tímidamente positivas; por otro lado, los honorarios y sueldos suponían todo lo contrario.
El problema de las crisis es cómo se afrontan. Las crisis, como cualquier situación en la vida, no pueden enfrentarse con miedo, que lleva a la desesperación y a tomar decisiones con precipitación e impidiendo una más que necesaria apertura de miras. Pueden ser duras –o muy duras, como la vivida años atrás y de la cual no nos hemos recuperado todavía- pero de ellas siempre surgen oportunidades. Por eso me genera una rabia infinita ver cómo la mayoría de empresas, al menos en este gremio, están encarando esta crisis –ya no del ladrillo, sino global-, presas del miedo al revivir escenarios conocidos y optando por despedir a trabajadores cuando aún no han visto realmente mermados sus ingresos ni se ha clarificado la realidad de la situación. Se trata de empleados a los que, culpa de la ansiedad que esta crisis ha deparado a muchas empresas, se les ha exigido –sin compensación alguna a cambio- realizar jornadas laborales de 10-12 (y más) horas, incluyendo fines de semana, durante el estado de alarma; y de los que se han aprovechado despiadadamente aduciendo a una situación excepcional en la que todos debían remar en la misma dirección, juntos, y arrimar el hombro para mantener los negocios a flote. Un argumento en principio válido que, no obstante, perdió toda credibilidad en el momento en que se materializaron los primeros despidos. Despidos de gente que ha dedicado una de las etapas más convulsas de sus vidas a dar ésta, precisamente, por su empresa. Empresas que han demostrado ser de todo menos suya, abandonando a muchos trabajadores a su suerte en un momento histórico donde se nos llena la boca con discursos de unidad y cambios, mientras la realidad es bien diferente.
Este artículo, basado en mi opinión personal y profesional, no trata de generalizar contra las empresas -ni siquiera contra las del gremio de la arquitectura- pero sí destapar una realidad en la que muchos de nosotros vivimos atrapados desde hace tiempo. Se trata de un pensamiento extrapolable a los diferentes gremios, empresas, jefes y compañeros; pues todos vivimos o hemos vivido –ya sea en primera o tercera persona- casos similares. El objetivo no es más que, basándome en la dura realidad que estamos enfrentando a día de hoy, dar motivos para abrir los ojos y propiciar realmente un cambio. Lo que no es tolerable es esta actitud que muchas empresas están teniendo respecto a sus trabajadores, que pese a sus irrisorios sueldos han contribuido enormemente al crecimiento y bonanza de las mismas y que, en cuanto el balance de beneficios se tambalea, son olvidados por completo y lanzados al vacío. Eso sí, entre que se deciden los despidos y se materializan, más de un trabajador ha empleado horas y más horas de su vida a seguir construyendo un futuro mejor para su compañía, desconocedor de la realidad que enfrentaba, trabajando horas de más sin cobrarlas y realizando enormes esfuerzos que nunca serán agradecidos.
En definitiva, las crisis destapan lo mejor y lo peor del ser humano y, por consecuente, de nuestra sociedad. Durante estos meses convulsos hemos podido conocer historias preciosas que nos han llegado desde múltiples ámbitos, y también realidades como éstas. Ante tanta injusticia –al menos a mí me gusta apropiarme del término para ello- no hago más que dudar sobre si las cosas realmente cambiarán. Porque mientras valga más el dinero que las personas, no valdremos nada como sociedad; y hasta que no se produzcan cambios radicales en nuestros modos de vida todo deseo de cambio será en vano. Se tratan, pues, de cambios de raíz que supondrán el fin de muchas estructuras sociales y económicas tal y como las conocemos hoy. Nos encontramos ante una oportunidad histórica para repensar el funcionamiento de nuestra sociedad, nuestra economía, la conciliación laboral-familiar e incluso nuestras relaciones personales. Es un momento ideal, por dura y difícil que sea la realidad de nuestros días, de cambiar estas cosas. Pero… ¿y si nada cambia?
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