
Los hombres caminan a pie junto al carril de tierra –única carretera del lugar- con la imperturbable mirada fija en el horizonte. Tras ellos, pequeñas viviendas aisladas se erigen entre mezclas de adobe y chapa metálica ondulada. Las hay rojas, verdes y azules. Aunque todas se construyen de la misma manera, ninguna es igual a otra. Frente a ellas, las mujeres preparan posho y matoke en grandes ollas sobre piedras que mantienen vivo el fuego en su interior. Algunas cocinan a la sombra, y quienes no disponen de una lo hacen al sol. En el trópico, tan sólo a un par de grados del ecuador, la incidencia solar es directa, vertical y abrasadora. Pero ellas parecen aguantarlo con estoicismo, no se inmutan. “Así es cada día del año”, me repiten entre sonrisas.
En torno a ellas, decenas de niños corretean sin cesar. Saltan, bailan, se caen y vuelven a levantarse. La mayoría no dispone más que de harapos. Me sonríen mientras los mocos cuelgan de sus narices, en un movimiento pendular que parece acompasado a su respiración. A todos les falta algún diente y sus cuerpos están sucios a causa del polvo y la tierra. La piel de muchos de ellos se halla repleta de hongos, sarna y alguna infección más. Sus suelas de los pies son duras como gomas de neumático y la calle es una extensión de su casa, el lugar donde crecer y jugar. No obstante, sus ojos –que se abren de par en par a mi paso- irradian una mezcla de curiosidad y sorpresa. Unos los tienen completamente blancos, otros muy amarillentos y enrojecidos. No obstante, al verme todos parecen sincronizarse mientras sonríen al grito de ¡Mzungu!
Leí al final de El sueño de África (Javier Reverte, 1996) que mzungu, término con el que los africanos de África del Este denominan a los blancos, significa en realidad vagabundo. Un extranjero que vaga por caminos perdidos, lejos de su tierra de origen, en busca de nuevas culturas, experiencias y aventuras. Y yo recordaba con exultante felicidad aquella definición cada vez que escuchaba la palabra que durante meses me acompañó. Aquella definición me llenaba de libertad y de deseo por seguir descubriendo, fuera lo que fuese, indefinidamente. Es por ello que a mi regreso, tiempo después, traté de transmitir por activa y por pasiva cómo es vivir en África. Sin embargo, cada vez que me enfrentaba al folio en blanco mi mente parecía nublarse. Necesitaba encontrar una fórmula simple para transmitir lo máximo posible sin perderme entre descripciones y detalles.
Un día, durante uno de mis habituales paseos por los alrededores de Kimya (Uganda) -donde viví cerca de tres meses-, di con la clave: los paseos al atardecer.
Desde que entro en su campo visual, todos dejan a un lado sus quehaceres y se dedican a mirarme. En la mayoría de rostros percibo sonrisas: unos parecen abrumados y saludan con desmedido respeto y los niños más pequeños, entusiasmados, gritan sin cesar “Mzungu! How are you?”. Las mujeres sonríen mientras se buscan unas a otras con mirada cómplice y los más jóvenes se acercan para preguntarme sobre mí. Casi nadie comprende que a mi edad no esté casado, y su desconcierto me hace reír. Con una mezcla de incredulidad y burla, todos terminan por imitarme y, tras las carcajadas, se despiden dejando claro que no me creen en absoluto. Saludo a los trabajadores del campo, que también se detienen durante unos instantes para observarme. Hay mujeres trabajando bajo los plataneros y salen niños de cualquier parte. Me adelantan motos, rebaños de cabras y algunas vacas, que caminan en orden seguidas de cerca por un par de adolescentes. La belleza del paisaje que me rodea resulta abrumadora y disfruto contemplándola a medida que me adentro en sus profundidades.
Los campos de maíz y banana refulgen bajo la luz anaranjada del sol. Es hora de volver a casa y sé que en el camino de vuelta –es una única carretera- volveré a encontrarme con todos aquellos a quienes saludé hace unos minutos. Tras volver sobre mis pasos sucede lo previsto. En su gesto no hay un ápice de desidia y me dedican nuevamente su tiempo como si cada vez que nos saludamos fuese la primera o la última. Reímos a la vez, pues la situación es cómica además de ineludible, y se despiden felices con la simple idea de que mañana quizás vuelva a cruzar frente a sus casas. Cae la noche y en el camino no hay más luces que las de alguna moto pasando a toda velocidad, el fuego bajo las ollas de cocina o la linterna de mi móvil. Aunque esta hace ya tiempo que no la enciendo.
Prefiero vagabundear en la más absoluta oscuridad.
Rafael de Gaidovar
¡Precioso artículo y preciosa aventura!