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6 May

Un bocado de libertad

Pese a las muchas atrocidades que sacuden nuestro mundo día tras día -tales como el hambre, la desigualdad, la tiranía o el racismo-, éste es un lugar plenamente habitable para la gente como yo. Como nosotros, si es usted un lector promedio de estas publicaciones. Seres humanos de raza blanca, privilegiados desde la cuna sin más motivo que el del puro y caprichoso azar, dominamos un mundo que fuerza a otros de nuestra misma condición a sufrir condiciones absolutamente deplorables. Y lo que es más grave, hacemos como si eso no fuera con nosotros. Como si fuesen mundos diferentes y solucionar dichos inconvenientes fueran tareas para unos y no para otros. El ser humano, en su insaciable y agotadora búsqueda ilimitada de la felicidad, ha ido dando palos de ciego a diestro y siniestro, viéndose normalmente superado por una situación que trasciende los límites del conocimiento y poniendo en evidencia que, en ocasiones, pese a conocer aparentemente nuestro mundo en profundidad, no es capaz de disfrutar plenamente de él. En otras palabras y, pese a todos nuestros privilegios, me atrevería a decir que no hemos aprendido a ser felices con lo que tenemos. No es nuevo y no creo que tenga problemas en permanecer como uno de los dogmas de la trascendencia humana en el futuro, sea como fuere éste.

En esa búsqueda de la felicidad me di cuenta, hace no mucho, que el primer paso para alcanzarla es gozar de libertad. Sin libertad, en efecto, no existe la felicidad. No siempre somos consciente de esto, pero, sin duda, la condición humana trata constantemente de encontrar más y más libertades en su permanente camino enrevesado hacia la saciedad y la realización plena. Buscamos la libertad con ansias, aun cuando no somos conscientes de ello; y lo hacemos de múltiples maneras. Yo, que hasta hoy no me había sentado a escribir sobre ello, lo llevo haciendo desde hace muchos años y sólo al despertarme esta mañana he sido consciente de cuál ha sido -y es- mi modus operandi.

Hoy, al despertar, he empezado a recordar nítidamente el primer viaje que realicé yo sólo, por mi cuenta, allá por el verano de 2013. En aquel entonces, y me temo que poco habrán cambiado las cosas desde esa fecha, el trayecto en autobús que conectaba Jerez con Burgos duraba -en el mejor de los casos- unas doce horas. No obstante, en aquel momento de mi vida decidí que me apetecía volver a visitar a mis buenos amigos de Covarrubias (un pueblo precioso, no duden en investigarlo e ir de visita en cuando se les presente ocasión) y que, en esta ocasión, me apetecía hacerlo en soledad. Esa soledad, analizada desde mi perspectiva actual y con el suficiente tiempo transcurrido de por medio, significaba en el fondo otra cosa: libertad. Así, tras las doce canónicas horas de viaje en autobús comencé mi particular aventura, en la que no sólo disfruté de aquellas viejas amistades sino que, puestos a aceptar todos aquellos retos que se me planteasen por el camino, fragüé otras tantas amistades -hablando en inglés, algo nuevo y absolutamente desconocido para aquel joven intrépido que, más allá de lo académico, jamás lo había practicado con gente en el mundo real- con jóvenes artistas de diferentes países europeos que pernoctaban en el pueblo durante esas dos semanas con motivo de un workshop internacional de arte y construcción. Sin más miramientos y, quizás debido a mi sensación de absoluta libertad, decidí engancharme a ellos y disfrutar de aquella nueva e ilusionante experiencia.

Los días transcurrieron con rapidez, la misma con la que mi nivel de inglés mejoró para mi sorpresa durante aquellas intensas jornadas, y sin más pretensiones que vivir el día a día fui disfrutando de mi primera gran experiencia individual. Aquello, más allá de todo lo relacionado con los idiomas o las artes, me sirvió enormemente para conocer otros mundos, otras realidades. Por primera vez había conocido gente de países como Polonia, Bielorrusia o Italia, donde sí había estado pero en un viaje organizado y en compañía; y gracias a ello pude descubrir nuevas culturas, intereses y formas de pensamiento. Aquel viaje, por encima de todo lo demás, me enseñó que disfrutar de la libertad individual lleva consigo abrir la mente, ser más consciente de lo amplio que es nuestro mundo y sentirnos, de una manera u otra, parte de él. Sin embargo, como suele suceder en la vida, de estas cosas no nos damos cuenta en el momento -por aquel entonces simplemente me dediqué a disfrutarlo, sin más miramientos-, pero nos marcan sin que siquiera lo veamos venir.

El autobús de vuelta se hizo más duro, si cabe, que el de la ida. Me enfrenté de nuevo a aquel trayecto de 12 horas e incontables paradas en los pueblos más recónditos y olvidados de España pero lo hice, precavido y agasajado por mis grandes amigos burgaleses, con un par de buenos bocadillos para cuando me entrase hambre. A la hora de almorzar decidí tirar del primero de ellos, de jamón, reservando de esta manera el de filetes de pollo -más contundente- para la noche, cuando flaqueasen las fuerzas. El autobús, como buena metáfora de la vida, se fue vaciando poco a poco durante aquellas interminables horas. Recuerdo estar sentado en las primeras filas, donde se fueron agolpando paulatinamente los valientes que aún permanecían en su regreso a ciudades como Sevilla -hacia donde venía una pareja desde Bilbao, quienes claramente echaban de menos su tierra- o Cádiz, hacia donde se dirigía un hombre en quien reparé por primera vez en todo el trayecto. Me sorprendí cuando lo oí hablar por teléfono, quizás en francés aunque ni él mismo parecía dominarlo, y le debían estar diciendo al otro lado del aparato que efectivamente, en Málaga lo estarían esperando. Cuando lo escuché, intuitivamente lo abordé y le dije que el autobús se dirigía hacia Cádiz, destino que alcanzaría pasada la medianoche, y no hacia Málaga. Me lo agradeció e instantes después pude comprender que aquel hombre pasaría la noche en una ciudad hacia la que no iba, donde nadie le esperaba y donde no tendría siquiera alojamiento.

Tras comentar la jugada con el chófer, en busca de alguna solución de emergencia para mi compañero de viaje y fatigas -fue en balde, pues a esa hora de Cádiz no se van ni las mareas-, me volví hacia el ya único integrante del bus junto conmigo mismo y empezamos a conversar. Le hablé de mi viaje y él me contó sobre su vida en una mezcla de español, francés y lenguaje de signos que, en la soledad de la noche y la fatiga, ambos parecimos comprender a la perfección. Su familia era de Senegal y él había venido a España en busca de oportunidades. Mon cousin, como repetía en reiteradas ocasiones, le esperaba en Málaga, pero por una u otra razón habíamos acabado dialogando en dirección opuesta. De repente me di cuenta de que las últimas dos horas habían transcurrido muy deprisa y no me había detenido a cenar. Eran las once de la noche y había reservado el bocadillo de pollo para ese momento, pero inmediatamente reaccioné y se lo ofrecí. Me preguntó si era de cerdo, a lo que respondí aliviado que no mientras simulaba a una gallina cómicamente -mediante gestos- para que supiese que no le engañaba y que, en realidad, se trataban de filetes de pollo. Me lo agradeció con infinita sinceridad y comenzó a devorarlo, mientras por las ventanas se divisaba al fin mi destino. Al llegar a la estación pedí un minuto al conductor. Vacié mi mochila y le di todo aquello que me quedaba de comida, y finalmente le deseé suerte mientras estrechábamos nuestras manos. Él simplemente me lo agradeció con una sonrisa.

En la búsqueda de la felicidad, una gran parte de la responsabilidad recae en la necesidad de libertad. Sin libertad no hay conocimiento, y sin conocimiento no hay reacción. Aquel viaje hizo a un chico privilegiado un poco más privilegiado, un poco mejor persona y un poco más comprometido con el mundo y los demás. Sin libertad, en cierto modo, no hay bondad posible. Espero que estés bien, compañero. Que sigas disfrutando de tu viaje.

RGG

Arquitecto, emprendedor, inquieto, lector e intento de escritor.

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