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31 Dic

Matador(es)

Parece que Pedro Almodóvar es, o fue en algún momento, aficionado a la tauromaquia. Y yo el otro día, ante algunas escenas de Matador (1986), pensaba: ¿No habrá hecho él más por el espectáculo taurino desde la sutil representación que tantos otros desde la fanática apología? Otro día, si queréis, discutimos de lo de siempre: de si es indispensable ejercer la violencia contra el animal o de si extinguir a los toreros extinguiría también a los toros como especie. Pero, en cuanto a lo que hoy nos ocupa, Matador sirve para comprender cómo la cinematografía puede cincelar profundamente nuestras mentes. Sutilmente, como si nada pasara. ¿Quiere usted remover conciencias de verdad? Haga una buena película. No importa cuándo leas esto. 

Y es que, como siempre en la vida, aquello significante, aquello que realmente impregna nuestro modo de ver el mundo, se nos presenta de refilón. La película no va de toros, ni siquiera su título, que sólo juega con un doble sentido. La tauromaquia es la excusa: ni aparece ningún toro filmado, ni hay plazas abarrotadas, ni se refiere directamente al espectáculo. Toda alusión es circunstancial y los elementos del toreo como fiesta popular tan sólo aparecen en una escena a través de una pantalla dentro de la pantalla. El guion gira en torno a sexo y crimen a través de dos asesinos, Diego y María, que se desean pero no saben si vivos, muertos, matándose o muriéndose. Mientras resuelven su irrefrenable deseo y preparan su clímax —el propio acto de matarse mutuamente—, un gran elenco de actores liderado por Antonio Banderas dan contenido a la historia. Diego, que es un torero retirado, tiene una academia para enseñar a los jóvenes a torear y sigue ejerciendo el arte de matar con algunas chicas. María, admiradora de Diego, es abogada y en su tiempo libre se carga fulanos en pleno orgasmo clavándoles un estoque en la espalda, como entrenamiento hasta que le llegue el turno al propio Diego. 

Y diréis, con razón: ¿Entonces, cuál es el gran favor que Almodóvar hace al toreo en una película basada en la violencia, la muerte y el sexo? Pues muy fácil. Presenta la tauromaquia desde la dimensión que le es propia: la del Arte. Porque, como en todo arte, no aplica la lógica o la razón, no necesita del entendimiento. Y Almodóvar acierta abordándola desde su condición artística, como fenómeno estético que expresa una sensibilidad. ¿Cómo lo hace? Trasladando el toreo a la película. Matador es la tauromaquia sin toros. La película plasma sus danzas propias, contoneos, gestos y miradas incluso en los movimientos de las relaciones sexuales. Evoca, de este modo, todo aquello que envuelve al toreo como objeto de arte. Las referencias son continuas y uno no puede salir del toreo en ningún momento, y eso que no hay toros. Más aún, se presenta con una intensidad sensacional la confrontación hombre-animal que, encarnada en el deseo, sobrevuela a la película. Y es realmente trascendente: Almodóvar proyecta una tauromaquia sin animales en la que cada detalle refiere al toreo como arte, desde los vestidos de Eva hasta la mirada de Ángel, pasando por las relaciones de tensión, dominación, confrontación y desasosiego propias de la tauromaquia. 

El logro de Almodóvar no es baladí: hoy, más de treinta años después de la película, sabemos que eso, y sólo eso, es lo que salvará a la tauromaquia de la censura como evento bárbaro y de que nuestros descendientes sólo puedan verla en libros de historia y vídeos de YouTube. Esa dimensión del toreo es precisamente la que lo coloca como parte de nuestro patrimonio cultural, independiente de todo discurso ideológico. El toreo como arte, como expresión de nuestro habitar, de nuestro ser-en-el-mundo, de nuestra historia, y como muestra significativa de lo humano frente a lo animal, de lo racional frente a lo salvaje, de la vida frente a la muerte.  

Francisco de Goya, Corrida de toros, suerte de varas (Bullfight), 1824.

Los españoles estamos tan inmersos en nuestras dinámicas locales y nacionales (cuando no localistas y nacionalistas) que somos incapaces de ver lo extraordinario de nuestra cultura desde un punto de vista global. Hace unos años mientras visitaba el Getty en Los Ángeles me topé con un cuadro de toros pintado por Goya en 1824. Me quedé un rato contemplando el cuadro y escuchando con curiosidad qué le parecía aquello a los demás visitantes. Al fin y al cabo, sentía que me juzgaban a mí como parte de esa cultura (lo cual ya dice mucho de cuán profunda es la huella del toreo en nuestra memoria, pero eso es otro tema). Pues bien, todos, los yanquis y los no-yanquis, al pasar por delante comentaban lo particular de ‘esa tradición española’ desde la admiración como fenómeno estético, es decir, desde el profundo arraigo con el ser humano y su condición de ser racional frente al caos. Esa gente, a 12 horas de avión de aquí, se sentía enormemente atraída por la dimensión artística del espectáculo taurino. Desde la distancia, veían con más claridad la razón de ser de la tauromaquia, lo que la tauromaquia es. Y es en tanto arte, nada más y nada menos que eso. Cuando hablamos de toros, hablamos de nuestra historia, de nuestra tradición, de nuestra cultura, pero sobre todo de nuestro arte. En definitiva, hablamos de nuestro patrimonio, algo quizá más en peligro de extinción que los propios toros como especie. Otra cosa es que muchos deseen su desaparición (no la de los toros, que también, sino la de nuestro patrimonio). Quién sabe si en la próxima pandemia, allá por 2120, la tauromaquia ya no existirá y consideraremos patrimonio cultural a conservar la noche de Halloween.

En la película, por cierto, al final se la clava. Y la espada también.

David

Transferencias entre arquitectura, arte, cultura y política.

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