
No hay mejor medio de transporte que el tren.
Hace un tiempo estuve viviendo en la Suiza francesa donde todas las mañanas me tenía que desplazar por trabajo desde Bussigny a Lausanne. Entre la puerta de mi apartamento y la del trabajo en la Avenue du Théâtre distaban aproximadamente 30 minutos. Tiempo suficiente para que mi cuerpo tratase de asimilar la jornada que tenía por delante.
Una vez en la estación de Bussigny, el heavy –chupa de cuero y botas de Edward Norton en American History X– siempre llegaba tarde, los dos estudiantes Erasmus cuyas becas probablemente fuesen cortas en francos suizos comentaban la última gesta nocturna, la chica guapa oficinista hacía que todo pasajero girase la cabeza 180 grados y el italiano viajero –maleta del Inter en mano– siempre hacía plantearme qué tipo de trabajo lo llevaba a tomar todos los días un tren Genève-Milano. Si todos ellos eran parte del paisaje, el trayecto en tren no se quedaba atrás: tardaba en torno a unos 12 minutos en llegar a la Gare de Lausanne y por el camino hacía una parada en Renens y otra en Prilly-Malley. Solía ser de lo más monótono, pero sabía que si rascaba un poco en esa imagen congelada siempre encontraba algún detalle que rompiese con la rutina.
Uno de aquellos días trasnoché más de la cuenta y no pude llegar a tiempo a mi tren. No me preocupaba llegar tarde: a los diez minutos venía el siguiente y sabía que si en el tramo a pie aceleraba, llegaría puntual al trabajo. Lo que no me gustaba de ese horario era la aglomeración que se formaba tanto dentro como fuera del tren. Resulta que era al que muchos escolares subían para dirigirse a los colegios de Renens y coincidía con la hora punta de entrada al trabajo en Lausanne. No obstante, esa mañana el retraso mereció la pena.
Al avistar el tren, un anciano y yo nos percatamos de que teníamos que tirar de intuición para posicionarnos, con el mayor acierto posible, cerca de una de las puertas de entrada, ya que dependía de ello caber o no en él. El pasar de ventanillas delataba que, efectivamente, iba repleto; cosa que pude confirmar al abrirse las puertas del vagón en frente de las narices de aquel hombre. Parecerá extraño pero la rutina y un poco de práctica puede llevar al ser humano a hacer cosas maravillosas.
Una vez puesto un pie dentro, los niños jugaban en los asientos, los padres charlaban entre ellos y una masa heterogénea de ejecutivos se agarraba a las barras superiores del vagón y sostenía infinitud de carteras. Era tarea imposible encontrar un asiento libre, por lo que mis movimientos me llevaron de un lado a otro tratando de hacerse hueco entre aquella telaraña humana, hasta que finalmente pude sostenerme de una barra vertical tras el asiento ocupado por un señor. El tren salió de Bussigny y en cuestión de segundos me di cuenta de todo.
Salvo dos mujeres que hablaban entre ellas y un chico que miraba por la ventana con auriculares puestos, el resto de viajeros se dedicó a inclinar la cabeza hacia abajo y clavar la mirada en su teléfono móvil. Quizás por eso no era de extrañar que los niños que parecían estar jugando por los asientos en realidad se enseñaban mutuamente las pantallas riéndose de Dios sabe qué. A la izquierda, innumerables construcciones y viñedos subían colina arriba, a la derecha, se podía entrever el lago Leman y los Alpes, pero casi nadie estaba realmente allí.
Dejándome llevar por la curiosidad, llevé la mirada hacia la mano derecha del señor del asiento de delante. Su dedo pulgar se deslizaba horizontalmente entre Likes y Nopes a un ritmo constante, como si de un diapasón se tratase. Entre aquel vaivén de señoritas me atreví a anticipar a su veredicto, pero la sorpresa del trayecto no vino porque acertase en la mayoría o porque ese señor tratase de encontrar su público en Tinder, la sorpresa vino por lo que había en su mano izquierda. Aquí me resulta imposible no recordar uno de los refranes que me decía mi padre “que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha” –nunca un ejemplo me pareció tan explícito–. La niña, a la que pertenecía la pequeña mochila escolar que colgaba de la mano izquierda de aquel señor, no estaba sentada con los otros niños, si no en frente de su padre y mirándome fijamente. En aquel instante en mi cabeza se produjo un momento de revelación.
La mirada de aquella niña, cuyo parecido a Greta Thunberg era bastante notable, me trasladó a una sensación de desasosiego como nunca antes había experimentado. Ahora podría pararme a hacer una reflexión superficial sobre la escena que acababa de presenciar, pero aquello fue la guinda de todo lo que ocurría a mi alrededor. El nivel de desapego a la realidad que provocan las redes sociales es evidente, pero como el problema no lo tiene el alcohol sino el alcohólico, simplemente me limité a sentirme desengañado con la generación a la que pertenezco.
Cada vez nos volcamos más en cultivar nuestro yo virtual y alimentar su ego insaciable. Sustituimos una conversación, una risa o un rato de aburrimiento (que de vez en cuando nos vendría bien) por ingentes cantidades de información basura y aún sabiendo que nuestros actos repercuten directamente en la generación que recoge el testigo, se nos va la vida entre píxeles de pantallas táctiles a las cuales enchufamos a nuestros hijos para que no se comporten como los niños que son.
Por ello no me extraña que la dualidad del ser humano llegue a cotas impredecibles. Hemos conseguido desarrollar la energía nuclear para reducir brutalmente la huella de carbono y a la vez llevar a cabo grandes avances en la medicina actual con el mismo éxito que la hemos utilizado para crear la bomba atómica. O sin ir más lejos, somos capaces de comprimir toda la biblioteca de Alejandría en un dispositivo que cabe en los bolsillos de todos nosotros para luego ser usado mayoritariamente para fines triviales. Quién sabe, quizás si en la mano derecha de aquel hombre hubiese habido un libro, otro gallo cantaría, yo no estaría escribiendo este artículo y aquella niña nunca me hubiese mirado.
En definitiva, como diría El Comediante en Watchmen “todo es un chiste”, y de nosotros depende si es bueno o malo. Por lo que somos y seremos los únicos responsables de encarrillar el libre albedrío que el futuro siempre representa.
Francisco C Vega
No queda muy elegante por mi parte pero por alusiones he de decir que me ha encantado tu artículo. Estás en la línea adecuada. Enhorabuena a mi autor favorito
Francisco Hernández
Un gran análisis de la alienación que producen las tecnologías.