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6 Jun

Historias frente al mar

Por primera vez en mi vida, la llegada de Diciembre significaba el comienzo del séptimo mes de verano. Tras cruzar de madrugada el paso fronterizo de Busia, episodio dantesco del que ya hablaré en otra ocasión, Uganda me recibió con los brazos abiertos. En el otro extremo del país, entre las comarcas de Kasenda y Kabarole, el Kibali Forest y las montañas del Rwenzori, las obras estaban a punto de comenzar. A mi llegada topé con más de una decena de trabajadores que llevaban a cabo algunos trabajos previos. Ya saben, movimiento de tierras, limpieza de forraje y demás. Me sorprendió comprobar que todo se ejecutaba de forma manual y a horas intempestivas –el sol abrasa con su incidencia vertical y el calor ahoga a 1.600 metros de altitud-, aunque ninguno parecía alarmarse ante tal situación. Tras los primeros y tímidos saludos a distancia de quienes me detectaban entre las sombras, uno de ellos se acercó y me tendió la mano.

Se trataba de un hombre joven, alto, fornido y sonriente. Tenía los ojos rasgados, la mirada atenta y la sonrisa blanca. Pequeñas trenzas caían sobre parte de su rostro y hablaba un perfecto inglés. A veces vestía camiseta sin mangas de color gris y pantalones vaqueros. En otras ocasiones, incluso en días de intenso calor, aparecía por la obra con camisa de cuadros blancos y azules. Pese a tratarse del jefe de la cuadrilla, trabajaba como el que más y nunca dejaba una tarea sin concluir. Repartía el trabajo con autoridad y reía durante gran parte de la jornada. Al inicio, durante mis constantes visitas a la obra comentábamos detalles técnicos sobre el diseño y el estado de la construcción. Sin embargo, el transcurso de los días propició el comienzo de una gran amistad.

Sentía inquietud por el funcionamiento de la sociedad occidental, la política y las distintas formas de vida en otras partes del mundo. Durante los momentos de asueto, entre amigos y botellines de cerveza, hablábamos largo y tendido sobre nuestras preocupaciones, sueños e ilusiones. Fue en una de aquellas conversaciones cuando descubrí que nunca había visto el mar. No obstante, sentía devoción por la naturaleza y los paisajes de su tierra. No las cambiaría por vivir en Madrid, me decía. Valoraba la paz de su pueblo, el aire limpio, el verde de los árboles, la música frente a las casas al caer la noche y las cervezas entre amigos. Nada distinto a lo que anhelo mientras escribo estas líneas, probablemente.

Un domingo de enero desperté bruscamente tras pasar una mala noche. Pensé que quizás estaba destemplado, aunque al principio no le di mucha importancia. Sin embargo, los síntomas se agravaron con rapidez y en cuanto el termómetro se acercó a los cuarenta grados pusimos rumbo al hospital. Tras más de una hora de traslado en la que apenas sentía fuerzas para moverme llegamos a un edificio que sin duda había sido blanco en algún momento de su existencia. La sala de espera albergaba a decenas de personas que aguardaban con paciencia para ser atendidas. Tras ser sometido a varias pruebas, de las que apenas fui consciente a causa de mi debilidad, me enviaron de vuelta a casa con la medicación contra la malaria. Transcurrieron lentamente los días, pero las náuseas me impedían digerir las pastillas y no notaba mejoría alguna. Regresé al destartalado hospital, en un estado ciertamente lamentable, donde permanecí ingresado durante varios días. Y durante todo ese tiempo, que me pareció una eternidad, él no se movió de mi lado.

Han transcurrido varios meses desde mi regreso, aunque África y su gente siguen latiendo con fuerza en mi interior. Una parte de ella regresó conmigo, mientras que una parte de mí se quedó allí. Bosco –así se llama mi buen amigo- me cuidó como a un hermano durante aquellos fatídicos días en los que sufrí los fuertes efectos de la malaria, y lo hizo sin pedirme nunca nada a cambio. Tras muchos meses aprendiendo a decir adiós –forma parte del viaje- sentí que me habría acostumbrado a aquella desoladora sensación. Sin embargo, al despedirnos por última vez me costó contener las lágrimas. En su rostro se reflejaba la misma expresión con la que me recibió: mirada cálida y atenta, sonrisa fraternal y una inmensa alegría de vivir.

Los últimos vestigios de sol caen sobre el océano y parecen difuminar la línea del horizonte. Me siento sobre la arena y procedo a sumergirme lentamente en la nostalgia que me provoca el recuerdo de aquella tierra mágica y acogedora. Una tierra que también es hostil con los suyos, en la que miles de niños mueren cada año por no poder acceder a hospitales ni tratamientos. Una tierra abandonada por el resto del mundo, que mira injustamente hacia otro lado mientras la malaria devasta a las generaciones más jóvenes. Una tierra llena de personas buenas, muchas de las cuales ni han visto ni verán nunca el mar.

RGG

Arquitecto, emprendedor, inquieto, lector e intento de escritor.

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