
El sonido del despertador interrumpió de forma abrupta un emocionante sueño que, segundos después de despertar, ya no recordaba. Preparé café, como cada mañana, y me dispuse a ojear los titulares de un par de periódicos mientras revisaba el correo. Hasta el momento, nada inusual. Un par de clientes reclamaban facturas y documentos, un mail del departamento técnico hablaba de un nuevo catálogo –debí haberlos bloqueado hace tiempo- y algún mensaje más sin importancia aparente. Sin embargo, entre todos ellos había uno de mi superior, quien me citaba a las 12 del mediodía en su despacho. Cinco minutos antes de la hora pactada me presenté en la oficina para verle. Yo aún no lo sabía, pero la vida puede cambiar en cuestión de minutos, sin opción de réplica.
Tras los primeros meses en el paro, sentí que mi vida se desmoronaba por completo. Mi casero me echó amablemente de casa, pues no pude pagar las últimas facturas. El último contacto con mi familia se remontaba tantos años atrás que no sabía a día de hoy si aún vivirían o no. Tampoco me importaba. Por otra parte, nunca me había sentido tan avergonzado de mí mismo. Me costó horrores tomar la decisión, pero no me quedaba otra. Sentí que lo había perdido todo y, ante mi situación, decidí acudir a un comedor social para pedirles ayuda. Pese a todo, era consciente de que aquello podría suponer dejar a alguna otra persona sin comer, por lo que decidí acudir como voluntario al inicio y, de esa manera, poder justificar mi ración de comida. Me acogieron como uno más y al poco tiempo ya conocía todos sus nombres.
El comedor era un antiguo casco bodeguero reconvertido que estaba situado en una zona céntrica de mi ciudad. Me sorprendió descubrir ese universo la primera vez que lo visité. Las paredes estaban llenas de frases pintadas con pinturas de colores en las que la esperanza era el late motiv de todas ellas. La gente que iba –íbamos- no tenía realmente nada. Sin embargo, lo que ese primer día me produjo pena, al poco tiempo lo había naturalizado y lo sentía tan mío como cualquiera de mis compañeros. Ninguno tenía ordenador, ni despacho, ni siquiera unos euros para poder desayunar en la calle o hacer una compra básica. Pero ni uno solo de ellos me juzgó nunca, ni me hicieron sentir un fracasado. De no ser por esa nave olvidada en mitad de la ciudad, quizás hoy no estaría escribiendo estas líneas. Y de no ser por Loren y su gente, yo no estaría hoy aquí. Desde el primer día sentí su aliento y su motivación. Nunca me preguntó cómo había llegado hasta allí, no lo hacía con nadie. Años atrás, Loren decidió que dedicaría su vida a ayudar a la gente de su ciudad que no tenía un plato de comida caliente que llevarse a la boca. Día tras día se las ingeniaba para conseguir donaciones de gente con corazón –y sobre todo con conocimiento de esta realidad- de su ciudad y alrededores, e iniciaba campañas en la red para concienciar a sus conciudadanos de la ayuda tan necesaria que el comedor requería, y que ellos sin apenas esfuerzo podían dar.
Cada mañana, sobre las 9, tomábamos café. Durante las horas siguientes organizábamos la limpieza del salón, la cocina y los baños. Entre todos los presentes nos repartíamos las tareas, que asumíamos con ilusión y buena voluntad. Una hora más tarde abrían los servicios de duchas y peluquería. Sara, una joven peluquera del barrio, venía dos veces por semana a prestar servicio gratuito para quien lo necesitase. Sobre las 14 horas, nuestras cocineras tenían ya preparados los guisos del día, mientras muchos de nuestros compañeros se agrupaban en la entrada para poder acceder a una mesa. Cada una de ellas tenía un recipiente pequeño con flores de uno o dos colores. Esas flores representaban nuestra alegría diaria, la de tener un plato que llevarnos a la boca. Y así, esa nueva rutina colmó mi días.
Un rayo de luz consiguió hacerse hueco a través de las persianas y algún ruido brusco de la calle me despertó. Intenté seguir durmiendo, pues estaba absolutamente enfrascado en un sueño, pero no pude. A los pocos segundos de abrir los ojos, ya no lo recordaba. Me levanté de la cama y, pese a ser sábado, preparé café como cualquier otro día mientras ojeaba los titulares de un par de periódicos y revisaba el correo. Nada importante, un par de clientes que tendrían que esperar al lunes para obtener una respuesta y algún email sobre catálogos de fabricantes. Debí haberlos bloqueado hace tiempo, maldije en voz baja. Como cada fin de semana, salí a la calle a dar un paseo. Ese día decidí callejear y descubrí una antigua bodega en cuya puerta se agolpaban varias personas esperando para entrar. Loren, como parecía llamarse el encargado, los organizaba para intentar darles cabida a todos ellos. No obstante, seguí mi camino y, al rato, estaba de vuelta en casa.
Al igual que con aquel sueño, al poco tiempo también olvidé aquella escena. De repente, el sonido de la alarma volvió a sobresaltarme. El reloj marcaba las 7 de la mañana mientras los primeros rayos de sol se colaban a través de la persiana de mi habitación. Preparé café, leí un par de periódicos y encendí el correo. Loren, por su parte, repetía un ritual parejo en aquella antigua bodega cercana a mi domicilio. Por segunda vez en esa mañana, mi corazón se agitó. Tras la inicial vibración, seguida de una luz parpadeante, finalmente pude leerlo. “Nos vemos a las 12 en mi despacho” – rezaba el correo de mi superior. Inmediatamente me duché, guardé mi ordenador en el maletín y me dispuse a salir a la calle para encontrarme con él. De camino al coche me crucé con alguien que descargaba unas cajas frente a una vieja bodega, aunque no le reconocí. Igualmente nos saludamos con un gesto, cada uno siguió su camino y, como si de un sueño se tratase, volví a olvidarlo.
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