
Apuesto a que muchos de quienes hagan click en este artículo no leerán más allá del titular, aunque no les culpo de ello. A día de hoy, por desgracia, es inútil pedir mucho más que eso. Si usted sigue aún conmigo es buena señal y le doy las gracias, pues siempre queda algún rara avis a quien agarrarse en los tiempos de inmediatez, lecturas superfluas y banalidades que corren. Esta sensación de velocidad descontrolada y de ritmo frenético, de ansia caníbal por devorar titulares cortos y directos –a menudo sensacionalistas, pues quienes publican lo hacen sabiendo que pocos realmente leerán su contenido- o vídeos de TikTok es, en definitiva, una señal de la sociedad a la que pertenecemos.
Ésta ha abandonado no sólo los cánones de la belleza –permítanme apuntar que es esta una sociedad que adula e idolatra la fealdad-, también los del trabajo cuidadoso y bien hecho. Lejos quedan, sin ir más lejos -y si no fíjense bien en cualquier medio digital-, los artículos escritos escrupulosamente sin faltas de ortografía. Ello se debe a que todo ha de ser inmediato, mientras que los hechos se suceden con mayor velocidad que la que pueden alcanzar las manos del redactor de turno, que teclean sin descanso olvidando en el camino alguna que otra tilde que ahora yace huérfana Dios sabe dónde.
Pese a todo, son numerosas las ocasiones en las que me veo enzarzado en discusiones sobre si el mundo, en general, era mejor antes –entendamos por mejor de una mayor calidad, belleza o interés para quien mira la realidad de su alrededor con ojos críticos- o si simplemente las cosas cambian y son, al igual que siempre han sido, diferentes para cada época. En cualquiera de los casos lo que tengo claro que es ésta una sociedad que desprecia e infravalora lo intelectual, el trabajo bien hecho, la cultura del esfuerzo e incluso el conocimiento o el saber. Se valora –y consume-, por el contrario, lo banal, lo cutre y lo fácil. Ni rastro de la cultura del arte que hoy se estudia –o mejor dicho, que se estudiaba-, la complejidad de la buena música o el tiempo dedicado a realizar y contemplar un buen cuadro o escultura. Simplemente no hay tiempo para ello, pues en esta época todo va demasiado deprisa.
Miren si no cómo discurre una escena cotidiana en cualquier museo: multitudes desplazando con fervor por el feed obra tras obra con velocidad pasmosa, con ansias de ver todo sin ver realmente nada. Obras de arte e inmensa historia frente a nuestras narices y nosotros, en cuestión de segundos, deslizando hacia izquierda o derecha indistintamente, seleccionando superficialmente si nos gusta o no un cuadro u otro, como si en lugar de en El Prado estuviésemos ante la pantalla de Tinder. Empero, lo triste no es que la vida transcurra ahora de forma tan frenética y siendo todo tan superficial, ni siquiera que cada vez queden menos románticos que recuerden con nostalgia tiempos mejores. No. Lo que me resulta verdaderamente triste es que estemos orgullosos y para nada autocríticos con nuestra cultura y modo de vivir actuales, y que para más inri presumamos de ello con la cabeza bien alta. Dos cojones.
Por otro lado, negocios como el de la música –por centrarme en uno de los temas enumerados previamente- factura millones con gente que no sabe cantar, ni tiene unos mínimos estudios musicales o siquiera, al menos, una gran voz. La fealdad, una vez más, se impone y nos pone a bailar al incombustible ritmo que ha simplificado de un plumazo todas las posibilidades que nos regalaba la música de antaño. “Son otros tiempos”, me suelen decir. Y no sólo eso, también quienes me rebaten incesantemente con estos argumentos apuntan con cierto desdén que hoy nadie encumbraría a los Mozart o Beethoven teniendo la posibilidad de ir a ver en concierto a Bad Bunny. Y no crean que no me escandaliza escuchar cosas así, pero las dicen en serio y, de hecho, son en serio. Es más, quizás tengan razón, pues hoy géneros como este satisfacen las necesidades y demandas de quienes se encargan de girar la rueda con sus hábitos de consumo desde el otro lado. Qué les voy a decir, si hasta yo conozco las canciones de las que me quejo en estas líneas.
Por otro lado, que Bad Bunny es un genio me lo han repetido ya en varias ocasiones. Encarnado en la figura de Rey Midas, aunque igual que él salgan uno o dos cada año, en efecto todo lo que toca -como hiciera su majestad- se consume y se vende a la velocidad de la luz. Y es que esta sociedad desinformada y poco amante de la cultura, los razonamientos complejos o las cuestiones profundas, es carne de cañón para ello. Un blanco fácil, vaya. Los genios –o los héroes, a lo que aludía con gran maestría David en este texto– musicales son ahora como se dijera en su día sobre la gran Lola Flores, que “ni canta, ni baila, ni falta que le hace”. Aunque esta vez me temo que el significado es literal.
En definitiva, ¿Qué les voy a contar que no sepan ya? A menudo me pregunto si no debería olvidar esta afición a las letras y pasar a mejor vida, la de los vídeos estúpidos frente a la cámara mientras bailo al ritmo de Bad Bunny y digo o hago alguna gilipollez. Quizás así me haga viral e incluso pueda terminar escribiendo un libro gracias a ello.
Por concluir estas líneas y como adelantaba al comenzar, en efecto no creo que muchos hayan pasado del titular de este artículo, de lo cual me he aprovechado para poder despacharme a gusto sin miedo a irritar conciencias, ya que a nadie le importa realmente lo que yo tenga que decir sobre este mundo corrompido por sí mismo. Pero repito, no les juzgo, es más, les entiendo. Por eso quise resumir mis ideas en la única frase que sabía que iban a leer, pues parece evidente que escribir ya no sirve para nada.
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