
Cuando Mary Quant vistió a toda una generación con pantalones de campana y el bikini ya se exhibía alegremente por las costas españolas Josemari, como todo buen hijo, decidió tener un gesto de agradecimiento con sus padres. Mientras que compañeros de trabajo “malgastaban” su dinero en las delicias carnales de una época de bonanza, a éste no se lo ocurrió otra cosa que gastarse sus primeros ahorros en un pisito en Estepona para que la familia pudiera ir a la península a veranear.
Se trataba de una costa del sol en ebullición. El auge de ciertas localidades provocó un efecto dominó que pronto llevó a Estepona a cambiar su estatus de pueblo a ciudad. Las oportunidades llegaron a ésta y también a sus ciudadanos.
Como Josemari es un hombre al que nunca le supuso un problema extender una conversación pronto fue entablando una relación cordial con sus nuevos vecinos. De las charlas más triviales se formaban tertulias, por lo que cualquier tema de mayor importancia hacía que la cosa se alargase como un chicle. Pero de entre los contertulios de los rellanos siempre había un vecino con el que se extendía más de lo habitual. Se trataba de un personaje peculiar, tan lugareño como ermitaño, llamado Sebastián. Éste le comentaba que era frutero (cosa que ampliaba mucho las posibilidades de una buena conversación), que vivía con su madre, que el Barcelona jugaba regular y que el dinero estaba en los campos de golf.
Charla tras charla la confianza fue creciendo entre los dos vecinos y al no tratarse aquel piso de la residencia habitual de Josemari, Sebastián se ofreció a echarle un ojo y a revisar su buzón de correo. Poco a poco, la relación entre ellos se fue convirtiendo en una amistad de temporada estival. Cada verano que volvía a aparecer por Estepona, Sebastián le entregaba la correspondencia, veían el fútbol juntos y volvían a repetirse las charlas. Y así fueron pasando los años. La vida de uno evolucionaba mientras que el otro, que seguía con su casa, su frutería y su madre, lo observaba con la humilde alegría que lo caracterizaba.
No pasaron muchos años cuando llegó Josemari acompañado de su esposa Isabel. Ahora las tertulias serían de tres, cosa que Sebastián agradecía. Al poco tiempo la pareja se dejaría ver con un hombrecito llamado Francisco, y a los tres años, de otra pequeña que respondía por Isabelita. Sebastían, que siempre disfrutaba la compañía, aparecía aquellos veranos por el aquel cuarto B cargado de frutas para los pequeños.
– ¡Naranjas del Tesorillo, las mejores! – comentaba mientras Francisco le abría la puerta. Isabel encantada se lo agradecía y le invitaba a pasar al salón. Pero si bien nunca entraba por no querer molestar, nuestro querido personaje tampoco hacía por marcharse. Como si de un imán se tratase, se mantenía pegado al umbral de la puerta donde las conversaciones volvían a alargarse pareciendo aquello la escena de una película de Jacques Tati.
Volvió a pasar el tiempo y esta vez la vida de Sebastián comenzaba a cambiar. Su madre falleció, ahora estaba solo y si quería llevarse algo a la boca ya iba siendo hora de aprender a cocinar. Trataba de imitar sus guisos haciendo comidas en cantidades industriales que luego regalaba a sus vecinos, los cuales, a regañadientes, se veían obligados a aceptar.
Además, se había retirado de la frutería y como su pensión no le llegaba para salir adelante, tuvo que tirar de ingenio al buscarse una nueva profesión. Todas las mañanas madrugaba para recorrerse a pie a aquellos rincones de los campos de golf donde la mayoría de bolas se perdían. Las recolectaba, luego las agrupaba por color, peso y forma en las cajas de fruta que tenía en su casa y al día siguiente, las vendía a cualquier ricachón a mejor precio que las que le ofrecía su club de golf. A Josemari le divertía que mientras veían el fútbol, el buscavidas de su vecino le contase los entresijos de aquellos clubes y sus socios. Incluso accedió a acompañarle algún día con los pequeños para que se echasen unos hoyos, como no podía ser de otra manera, con barra libre de pelotas incluida.
Pasaron los veranos, la pequeña Isabelita se hizo mayor y con ella llegué yo. Aún recuerdo la primera vez que vi a Sebastián. Aquella tarde se jugaba una semifinal entre el Barça y el Atleti y Josemari, que no se lo iba a perder, me invitó a que fuera a verlo al piso de arriba con su vecino y el primo de éste, los cuales habían conseguido un maravilloso aparatito que pinchaba la señal.
El primo de Sebastián nos abrió la puerta. Era un tipo enorme y por lo que me habían comentado no andaba muy bien de la cabeza, cosa que acompañada de su tic en la mandíbula me preparaba para cualquier nueva impresión. Tras la silueta de aquel guardián de la entrada apareció un individuo de ojos tristes llamado Sebastián, que traía de la cocina un litro de Coca-Cola. Aparentaba tener más edad de la que tenía, seguramente por sus últimos problemas de corazón, y estaba más moreno que un albañil en plena burbuja inmobiliaria. Si aquel hombre era singular, la casa no se quedaba atrás. Mientras me sentaba en un taburete observé que en vez de muebles, nos encontrábamos rodeados de cajas y cajas de bolas de golf y lo único que recordaba a un salón era la televisión y el sofá que ocupaba aquel primo suyo.
El verano pasado Isa y yo fuimos a disfrutar de unos días de vacaciones al piso de Estepona. Acabábamos de llegar cuando sonó el timbre. Sebastián, que sabía que por allí íbamos a estar, me preguntó: “¿A ustedes os gusta el melón fresquito?”. Desarmado, asentí e inmediatamente salió disparado escaleras arriba, al minuto volvió al umbral de la puerta, me entregó medio melón y se fue por no querer molestar más.
Antes de irnos de Estepona y como gesto de agradecimiento, decidí regalarle unas cervezas artesanales. Me puse mi mascarilla, subí al 5º y se las entregué. Le dije que no saliera demasiado y él me comentó con cierto recelo que no tenía ninguna intención. Aquella fue la última vez que lo ví.
Hace una semana telefonearon a Sebastián para preguntar por una importante carta que debían de recibir en el buzón del piso de Estepona, pero éste no respondía a sus llamadas. A los pocos días Josemari e Isabel estaban allí y poco después de dejar las maletas y encender las luces, ella decidió ir a saludarlo para ver cómo estaba. Sus peores sospechas aumentaron cuando al llamar a la puerta nadie respondió. En un valiente impulso por salir de dudas pulsó el timbre de la vecina de Sebastián y fue entonces cuando se enteró de todo.
Aquella mujer le contó que Sebastián estuvo enfermo de coronavirus. Por lo visto, al no encontrarse nada bien y ser un paciente de riesgo dada su edad avanzada y sus patologías relacionadas con el corazón, fue visitado por una ambulancia. Los médicos confirmaron que se trataba de covid-19 no obstante, le comunicaron que lo mejor en su caso era quedarse en casa tranquilo y acompañado de algún familiar en vez de ser trasladado al hospital. Su primo, que en aquel momento estaba a su lado, sería quien tendría que cuidarlo durante la enfermedad. Durante esos días Sebastián no podía hacer nada. Sus necesidades se las hacía en la cama donde comía y pasaba las horas en unas condiciones espantosas mientras que su acompañante, dadas sus limitaciones, se dedicaba a recoger la comida que día y noche le dejaba en la puerta aquella bondadosa vecina. Tras cuatro o cinco días, la situación se volvió tan insostenible que decidieron trasladarlo al hospital, donde poco después falleció.
Estas líneas podrían entenderse como un relato sobre la realidad de los tiempos que estamos viviendo, una crítica a la gestión de una pandemia que nos pone a prueba como sociedad, podría ser una llamada a la precaución, a la tan gastada “responsabilidad individual”, pero me temo que no es así. Es la historia de un hombre que representa una forma de ser que de golpe y porrazo estamos perdiendo. En una época en la que necesitamos más gestos verdaderos y menos publicaciones en redes sociales se nos va la generación de la generosidad, de la cercanía y de las relaciones humanas. Es lo menos que podía hacer por aquel melón fresquito.
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