
Hacía tiempo que necesitaba sentarme a escribir, y si bien es cierto que allí donde me hallo carezco de una mesa donde hacerlo, al fin parezco haber encontrado el lugar para tratar de dar forma a esta serie de artículos que da hoy comienzo con este primer texto.
Me encuentro en este momento sentado bajo la irregular sombra de un árbol seco a orillas de lo que parece un mar, con mis pies bañados constantemente por el suave vaivén de sus olas. Durante los pocos minutos que llevo frente al teclado se me han acercado varios curiosos con el fin de echar un ojo a aquello que hago, lo cual les parece exótico y fuera de lo común, y tras varios largos silencios han optado por darme el espacio que la escritura y servidor requerimos.
Mfangano Island es una jungla montañosa bañada por la inmensidad del Lago Victoria, cuyos pescadores recrean en sus aguas un patrón similar al del cielo cuando cae la noche, hecho que acontece cada día con británica puntualidad sobre las siete de la tarde. Esta pequeña isla se encuentra sólo un grado por debajo del ecuador, lo que me obliga a mirar completamente hacia arriba para ver el sol durante el día. Los atardeceres, por otro lado, son preciosos, y suelo disfrutar de ellos al final de cada jornada con algunos de mis compañeros de aventuras desde la orilla -y a veces desde dentro- mientras el sol se pone al oeste, tras el horizonte que marca el agua, a la par que sus reflejos se funden en el este con las tormentas que acechan diariamente la costa opuesta.
En ella he recuperado la sensación de atemporalidad, algo prácticamente imposible de percibir en Europa, y cada día parece un eterno letargo en el que pueden suceder, y suceden, multitud de anécdotas y experiencias de todo tipo. En el tiempo que llevo aquí, que parece toda una vida, he conseguido resetear mi mente y volver a disfrutar con los pequeños placeres. También me he asalvajado y he cambiado las redes sociales y periódicos por juegos más rústicos, conversaciones profundas y vivencias que hasta hace unos meses resultaban hasta imposibles de imaginar.
Aquí, en esta isla perteneciente a Kenia y que parece flotar en pleno corazón de África, vivo y trabajo cada día con más de cien niños y una decena de compañeros españoles. Además de la experiencia que supone conocer de primera mano la realidad y cultura de esta comunidad, que representa fielmente una realidad mucho más amplia que vive el continente africano, este tiempo me está enseñando a valorar todo aquello que tenemos en nuestra vida y a lo que no damos el valor que tiene. De hecho, cada vez que llevo a uno de estos niños al hospital y veo en sus ojos el miedo y la incertidumbre, se me parte inevitablemente el corazón. Por otro lado, cuando me muestran su sonrisa una vez mejoran con las medicinas que les facilitamos, todo lo que vivo en el día a día recobra todo su sentido. De todo esto hablaré en profundidad en próximos textos, pues lo merece.
Tal y como comentaba en las primeras líneas de este texto, últimamente me resulta muy complicado encontrar un momento y un lugar donde poder sentarme tranquilo a escribir. Recupero esta reflexión a estas alturas del texto porque a pesar de mis nuevos y desesperados intentos por lograr ese punto de intimidad y pese a haber escrito todo lo anterior de una tacada -sin duda este texto llevaba tiempo escrito en mi cabeza-, de nuevo me hallo rodeado de cuatro niñas que han decidido sentarse en torno a mí mientras miran asombradas el funcionamiento del teclado inalámbrico.
No deja de sorprenderme que la gente de aquí sea capaz de permanecer sentada y en calma durante horas, alcanzando un grado de paz y de contemplación por el que muchos de nosotros pagaríamos varias sesiones de psicología y otras tantas decenas de libros de autoconocimiento. En definitiva, vivir a este ritmo es impensable en nuestra sociedad, mientras que aquí no existe ninguna otra concepción. Sin más.
Estas niñas -y los africanos en general- son persistentes y me temo que he vuelto a dar por perdido este intento de escribir. Sin embargo, las enseñanzas que transmiten sin siquiera pretenderlo, cuando sonríen o se sientan a contemplar la vida a mi lado, llenan mucho más de lo que desde fuera hubiese podido imaginar. En su compañía he desconectado del mundo, he encontrado nuevas motivaciones y objetivos diarios, y he sentido plena realización con la labor que desempeño cada día. Esa es la razón principal por la que emprendí este viaje sin vuelo de vuelta y también el motivo principal por el que me despierto cada día con ganas de seguir acumulando experiencias y aprendiendo sobre los aspectos fundamentales de la vida.
En definitiva, espero poder ser capaz de transmitir todas mis vivencias de la manera más fiel posible mediante esta serie de ocho artículos, concernientes a cada una de las semanas que he vivido y viviré en este rincón de Kenia. Así lo haré siempre que estos niños curiosos me permitan desarrollar la capacidad de escuchar conversaciones en lúo -su dialecto-, hablarles de vez en cuando en inglés y seguir contándole a todos ustedes mis reflexiones en español. Lo haré, además, con la inmensa alegría de volver a conectar con una de las pasiones que más me hacen disfrutar y que tanto extrañaba: escribir.
Me encuentro en uno de los lugares más recónditos del mundo y, sin embargo, me siento como en casa. Echo algunas cosas de menos y otras muchas de más. El tiempo parece detenerse frente a este infinito mar en calma y ni siquiera sé qué hora es. Cuando llegue la puesta de sol y baje a la orilla lo sabré.
Angel Carretero
Buenos días, Rafael, te acabo de oir en Ser Aventureros y de este modo he llegado aqui.
Espero tus próximos aartículos. Muchos quisieramos dar tambien ese paso que has tomado tú y no nos llegó o no nos ha llegado el momento. Gracias.
Chelo
También he llegado aquí a través de Ser aventureros te he escuchado esta mañana y me ha fascinado tu historia. Admiración absoluta.