
Desperté con dolor de cuello, ese tipo de dolor que te deja petrificado, anclado a la almohada, suplicando por media hora más de sueño, como si ese sueño pudiese resultar reparador y, tras el sosiego alcanzado durante esa treintena de minutos, el cuerpo fuese capaz de discernir la raíz del dolor y a su vez, como por arte de magia, erradicarlo. Pese a la confianza depositada en mi primer intento, que se saldó con un plácido duermevela en el que quizás llegué hasta a soñar, el cuello permanecía dolorido. Decidí tomarme otros treinta minutos, cambiando esta vez la posición del cuerpo y la cabeza, deseando con todas mis fuerzas que en esta ocasión el invento funcionase. Y así proseguí durante aquella eterna e interminable mañana de martes, postergando el momento de salir de la cama y enfrentar el mundo que parecía seguir su curso tras la opacidad de mis cortinas y la puerta cerrada que daba al salón, del que procedían desde hacía horas, a través de la ventana abierta de par en par, los sonidos impacientes de la calle.
Me gustan los martes, aun para mi propia sorpresa. Aunque el calendario indica que estamos en noviembre, este martes es soleado y ciertamente caluroso. Tras dos horas cambiando cuerpo y cabeza de posición, todavía recluido en mi cama de matrimonio –resulta curiosa la concepción de ciertos términos, cama de matrimonio, como si un individuo debiera obligarse a dormir en el espacio mínimo necesario para mover, aunque no demasiado, su propio cuerpo sin lujos ni ostentaciones, en lugar de disfrutar de una cama amplia donde cambiar de posición cuerpo y cabeza tantas veces como necesite con tal de postergar su salida de la misma, manteniendo la esperanza de que, con cada alarma, el dolor de su cuello haya, al fin, menguado lo suficiente como para afrontar el nuevo día con garantías, un día que además de martes es también soleado e incluso caluroso para tratarse de noviembre-, decido darme una ducha y lanzarme a la calle, sin más utensilios en mis bolsillos que la billetera y las llaves de casa, en mis manos un libro.
El dolor persiste mientras hago fila frente al puesto de churros. Se trata del mismo puesto al que acudía, hace ya más de veinte años, con mis abuelos, quizás esa idea perenne en mi subconsciente sea la que transforma este momento en un escenario tan interesante y especial. Durante la espera he abierto en mis manos “Corazón tan blanco”, de Javier Marías, y ésta ha sido amenizada hasta el punto de obviar la presencia de un grupo de adolescentes que gritaban y corrían en torno al puesto de churros, alrededor del cual yo mismo podría haber corrido y gritado, como los adolescentes de esta mañana, hace más de veinte años, cuando tenía veinte años menos, es decir, ocho, o tal vez seis, o incluso diez. Quizás eran mis abuelos los que en aquel momento hubieran tratado de aislarse de la realidad, abriendo tal vez por la página 208 algún libro, puede que también de Javier Marías, quizás incluso “Corazón tan blanco”, ya publicado en aquella época a la que me traslada mi mente mientras la fila del puesto de churros avanza con lentitud.
Los martes son lentos. No importa si pertenecen a noviembre y el cielo se encuentra despejado y soleado, incluso caluroso para esta época, o si es el sol de mayo quien avisa, sin prisa pero sin pausa, de su inclemente e inminente incidencia veraniega, que está aún por venir, aunque cada martes que transcurre se encuentre más cerca, y que quizás no se vaya del todo hasta noviembre, época para la cual el sol de mayo o cualquier otro mes de verano pueda resultar excesivo. En ambos casos es martes, y las mañanas de martes transcurren lentamente.
Con los churros y dos sobres de azúcar en mi poder –pido uno por cada euro de churros, es mi proporción perfecta a la hora de comerlos-, he emprendido una caminata a través de las céntricas calles de mi ciudad en busca y captura de algún bar lo suficientemente tradicional, pequeño, económico y vacío, a poder ser con una mesa al sol y sombra con vistas a la calle desde la cual analizar, en los momentos de descanso de mi lectura o entre churro y sorbo al café con leche, el discurrir de transeúntes de un lado a otro de la ciudad, cada uno recorriendo la vida a su ritmo, de aquí para allá, algunos prácticamente corriendo y otros, por el contrario, devolviendo el tiempo hacia atrás, dada la lentitud y el sosiego de sus pasos, también de su respiración, para nada agitada. Alterno, por tanto, ratos de lectura con breves vistazos hacia la calle, donde el reloj de arena que marca el tiempo se da la vuelta, imperceptiblemente, según quien discurra sus pasos sobre su asfalto, o sobre sus baldosas, pues el centro histórico carece de asfalto como tal.
Apuro el segundo sobre de azúcar restregando sobre el papelón los últimos churros, limpiando de aceite mis dedos en una de sus esquinas, tal y como me enseñó a hacer mi abuela hace más de veinte años, cuando los comprábamos en el mismo puesto al que ahora acudo yo, ya sin su compañía, pero sí de la mano de un libro de Marías, quién sabe si el mismo que ellos, mis abuelos, llevasen consigo en aquellos domingos, o tal vez eran martes, en que me acompañaban, o quizás era yo quien les hacía compañía a ellos, cuando nos disponíamos a comprar churros y a pasear por las céntricas calles de Jerez. O tal vez no llevaban ningún libro consigo, ni les molestaban los adolescentes, o sus propios nietos, revoloteando y gritando entre risas y miradas infantiles cargadas de ingenuidad y disfrute alrededor del puesto de churros, que es el mismo en el que hoy, un soleado martes de noviembre veinte años después, he comprado una vez más mi desayuno mientras me acordaba inevitablemente de ellos.
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