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9 Sep

1990

A los españoles que nacimos en torno a 1990 no nos faltó nada cuando éramos niños, es cierto. Una época de bonanza económica continuada desde la Transición facilitó que el grueso de la sociedad asociara sus vidas a una idea de progreso inquebrantable y prácticamente inagotable. Así, nuestros padres pudieron darnos, por regla general, más de lo que ellos habían recibido en su niñez. Con ello evitaron que tomáramos conciencia del esfuerzo tras un logro —daños colaterales—, pero de eso hablaremos otro día.

Mientras crecíamos, mimados y consentidos a partes iguales, comenzamos a advertir las primeras amenazas con el cambio de milenio: ‘sólo tendrás trabajo si estudias una carrera’, ‘fíjate en tu primo, el que ha estudiado’, ‘si quieres vivir bien vas a tener que aprender inglés’ —cuando no alemán o chino—, eran algunas de las monsergas. En aquella época oímos demasiadas veces cómo se ataba o, más bien, cómo otros ataban, nuestro bienestar futuro únicamente a nuestra excelencia académica. Nos quedó bien claro el yugo que se nos podía venir encima si no cumplíamos y hoy somos la generación con más titulados universitarios de la historia del país.

De acuerdo con el plan previsto, en plena pubertad y llenos de granos en la cara a esos chavales teledirigidos nos llegó el momento: íbamos a ir a la Universidad. A ese garante de nuestro futuro. A ese lugar al que no pudieron acudir nuestros abuelos. A esa institución gracias a la cual viviríamos para siempre en una especie de sueño español, cual capítulo de Friends. Pero no nos habían contado que la cinta daría la vuelta en los albores del año 2008. ¡BUM! Todo estalló y muchos fuimos quemando un curso tras otro mientras el porvenir prometido se antojaba cada día más inalcanzable. Nos habíamos convertido de un plumazo en la primera generación reciente —al menos de los últimos 70 años— que probablemente no viviría mejor que sus antecesores. Y había que digerirlo antes de salir al mercado laboral, con veinte, veintidós o veinticinco años (quienes lo vieron venir, porque algunos todavía en 2020 no se han enterado).

Matizando hasta el extremo de lo matizable aquello que cada uno entiende por ‘vivir mejor’, y reafirmando quien escribe su confianza en que el intenso esfuerzo trae consigo notables mejoras, sí hay una cosa clara: con aproximadamente diez años nos dijeron que sólo si estudiábamos saldríamos adelante, con aproximadamente veinte nos dijeron que no tendríamos futuro a menos que emigrásemos, y con aproximadamente treinta ya nos hemos dado cuenta del charco en el que estamos metidos hasta el corvejón. 

Por si fuera poco, en 2020 ha venido (y quién sabe cuándo se irá) algo que aún no sabemos bien qué es y que ha paralizado nuestras vidas. El virus llegó cual tormenta de verano: inesperada, dramática y arrasadora. Todavía no conocemos el impacto, aunque lo podemos deducir: colosal. Esos chicos de 1990 hoy, con apenas 30 años, ven reducido a cenizas todo anhelo de progreso que todos, padres y abuelos también, daban por contado en su adolescencia. Sus últimos 12 años de vida han sido un navegar por el caos, por la incertidumbre y por el sinsabor de una actualidad pivotante en torno a que probablemente mañana será peor que ayer, y no al revés. No es casualidad que aquel nombre que nos pusieron y tanto molaba, milenials, esté comenzando a ser sustituido por ‘generación perdida’, o ‘generación frustrada’. ¿Cómo? Podríamos preguntarnos, si hemos seguido todas las recetas de la titulitis en la que nos criamos.

Pero no todo es sombra. Hay una buena noticia: nos repondremos. Saldremos adelante con el sacrificio que no nos inculcaron tanto nuestros padres como las crisis. Reconstruiremos tanto cuanto haga falta, incluso a nosotros mismos. Y, claro que sí, gozaremos de la vida como el regalo que es y nos acabará importando poco si vivimos peor o mejor que nuestros antepasados. Ahora bien, como la esencia está en el camino, el gran reto para nuestra generación no es recuperarse, que lo haremos, sino disfrutar. Convertir esta vorágine de pesimismo en disfrute y disfrutar de verdad; disfrutar sin pensar en el pesar futuro; disfrutar sin temer que el propio placer traiga desgracia; en definitiva, disfrutar sin miedo. Quizás ahí es donde radica hoy el tan ansiado —y vilipendiado— concepto de libertad. 

 

Imagen superior: Fotograma de la película Riso amaro (Giuseppe de Santis, 1949).

David

Transferencias entre arquitectura, arte, cultura y política.

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